Algunos seres -pocos- tienen el don de encantar con las palabras: hacen que el tiempo pase volando y dejan pensando a sus interlocutores. María Paola Scarinci de Delbosco es uno de ellos. Un rato de conversación basta para olvidar que se trata de la nueva presidenta de la Academia Nacional de Educación y que hizo carrera en los claustros de la Universidad Católica Argentina. Esta doctora en Filosofía con raíces italianas muy potentes y gracia natural se expresa con optimismo sobre temas densos que ordinariamente provocan sensaciones de fracaso y de impotencia. Scarinci no está dispuesta a dejarse abatir. El objetivo principal de su gestión y lo precisa de entrada es transmitir lo que aprendió: la educación debe ser un encuentro donde todas las partes se lleven algo que las enriquezca. Didáctica y pedagógica, la académica corta las distancias sin sacrificar la autoridad, pero asegura que ella es una mujer “del aula”. Quizá por eso consigue definir con facilidad un fenómeno del que nadie puede sentirse ajeno. “En el mundo de las pantallas la gente no ve, y me incluyo”, acota en la charla por Google Meet.
No se sabe si Scarinci logrará que la enseñanza deje de vivirse como un desencuentro desconcertante, pero es probable que, en el empeño, le cambie el humor a la Academia y, de esa manera, derribe ciertos prejuicios que dificultan su acceso a las bases de la sociedad. La ayudan su inquietud por el teatro y el haber criado nueve hijos con el también catedrático de Filosofía, Héctor Delbosco. Cinco de los chicos se inclinaron por la disciplina de sus padres. A esta biografía peculiar se suma el hecho de estar al frente de una institución tradicionalmente dirigida por hombres. “Había que poner a una mujer que, además, sea joven”, comenta con una carcajada y, acto seguido, pide ser tuteada. En el transcurso de un diálogo que va y viene sin un libreto rígido, la profesora Scarinci se define como un espíritu disperso y “versátil”. Todo lo que dice, eso sí, está apoyado en esa clase de experiencias personales que no caben en los curriculum vitae.
- ¿Por qué decidiste ponerte al frente de esa brasa caliente que es el debate educativo?
- “Brasa caliente” me gustó: me parece que voy a necesitar viento para apagarla un poquito. Hace nueve años, el 6 de marzo, me anunciaron que me habían designado en la Academia cómo miembro de número. Mi hermanos, que son bastantes cómicos, me preguntaron: “¿qué número?”. Es algo que puedo contestar: 14, el sitial de Vicente Fatone. Es una coincidencia hermosa porque yo me había interesado en leer cosas de él dada mi inclinación por la filosofía y el teatro. Gabriel Marcel también hace filosofía a través del teatro, lo mismo que (Albert) Camus y que Jean-Paul Sartre: también lo hizo Simone de Beauvoir a su manera. Me gustaba esta idea de que lo filosófico, que es mi tema, se pueda expresar por medios diferentes y el teatro me parecía uno particularmente apto.
- ¿Con qué discurso entraste a la Academia?
- Ingresé en diciembre de 2013 con un discurso acerca de la educación como encuentro, que veo que sigue siendo una especie de eje que quiero subrayar, en el sentido de distinguir que dar una clase no es sólo tirar contenido encima de gente supuestamente interesada en recibirlo, sino conectarnos con cada estudiante porque cada uno necesita existir frente a nosotros, como me enseñó un estudiante. Un día yo me asombré por un muy buen resultado de un alumno y él me dijo: “¿sabe por qué se asombra? Porque para usted yo no existo”. Fue algo que me impresionó muchísimo. A partir de esto hago hincapié en la necesidad y el esfuerzo de que cada uno tenga la certeza de que existe frente a mí, que él o ella, que algo de ellos me llega porque, si no, algo mío no les puede llegar. Pienso que si no hay vinculación personal, es muy difícil la transmisión de algo que valga la pena.
- ¿Y por qué creés que te llegó la presidencia en este momento?
- Antes de mí hubo una presidenta, Beatriz Balian de Tagtachian, que se desempeñó un poco más de un año porque se enfermó y tuvo que retirarse. Cuando yo entré, (Pedro Luis) Barcia ejercía la presidencia y, luego, lo reemplazó Guillermo Jaim Etcheverry, que ya no podía presentarse de nuevo. Así que, supongo yo, que le tocaba a una mujer... Aunque te rías, creo que quisieron elegir a alguien joven. La Academia cumplirá 38 años de funcionamiento el 22 de abril (fue fundada en 1984). El estatuto dice en una frase muy breve que es un espacio de reflexión de gente de diversa ocupación que se reúne para pensar y repensar la educación. Así que su tarea principal es ser un lugar en donde, como vos dijiste, nos tiremos unos a otros con brasa caliente y nos preguntemos cómo estamos educando, aunque creo que en la Argentina sobran los diagnósticos. Yo me propongo algo modesto porque me considero parte de la gente que da clase, sin cargos sobresalientes. Yo soy del llano y del aula. Por eso escribí un libro que se llama “Educar en la posmodernidad. Ideas e historias desde el aula”. Tiene una tapa muy colorida que me encanta, con libros torcidos que son un poco mi karma.
- ¿Qué significa “ser del aula”?
- Coloqué la expresión “desde el aula” por lo que acabo de decir: hay muchas cosas que enseñamos, pero también aprendemos. Lógicamente existen asimetrías de generación, de edad y de conocimientos, pero, si uno toma en serio este contacto, también aprende. Aprende, por ejemplo, manifestaciones de nobleza. Mi tiempo más fecundo de aprendizajes ocurrió durante los 12 años que dediqué al secundario. Por razones económicas, acepté una cátedra en un colegio italiano de Buenos Aires, que es el Instituto Cristóforo Colombo. De allí surgió la idea de la educación como un encuentro donde una no sólo pone la cabeza, sino también el cuerpo y el corazón porque, si no, no se pueden abrir el cerebro, el cuerpo y el corazón del otro. Una vez sucedió que en un examen me encontré con un párrafo copiado textualmente de un libro. Yo no tomé en cuenta la respuesta. El chico, cuando vio que sólo había evaluado las preguntas no copiadas, intentó explicarme lo que había pasado. Pero yo no lo quería escuchar. Estuvimos así hasta que otro estudiante, que era muy buen alumno y compañero, levantó la mano y dijo: “profe, usted nos aseguró que no se puede educar en la desconfianza”. “Sí, por supuesto”, respondí yo. “Entonces, escúchelo”, pidió y me dio una lección con la elegancia y la satisfacción siniestra del que te pesca en una contradicción.
- ¿Y cómo te fue con la virtualidad de la emergencia sanitaria?
- Ahora me dedico a grados de Comunicación y a posgrados que ya son para adultos. Y soy consciente de la pérdida que representó la presencia física durante la pandemia. Cuando nos volvimos a encontrar el año pasado en un parcial, yo tenía una taquicardia propia de una novia en la primera cita. Bueno, los vi; los saludé a cada uno con el puño, como se hace ahora, y todos estábamos conmovidos. Los estudiantes a veces venden una frialdad que no es tal. Todos necesitamos conectarnos en el sentido pleno de la expresión.
- ¿Cuáles son tus metas para la Academia?
- Me sirvió muchísimo en el plano humano que la enseñanza sea un encuentro. En la Academia pretendo subrayar este aspecto y otras dos ideas. Entre ellas, que la presencia del Estado no sea solamente burocrática o fiscalizadora, porque eso enfría toda pasión. Si vos estás enseñando con una entrega total, y viene alguien y te pregunta por detalles formales, aparece una gran frustración. Esa manera de estar presente quita estímulos y apaga el fuego sagrado propio de quien cotidianamente entra a la clase a dejar y a buscar algo. Quisiera que la presencia del Estado en el ámbito educativo sea para fortalecer la capacidad de enseñar, y no para enfriarla o para esterilizarla con toneladas de burocracia, formularios, etcétera, que entiendo que tienen que existir, pero lo otro es prioritario, y más después de un período tan largo y tan complicado como el que hemos vivido.
- ¿Cuál es el tercer propósito para tu mandato bianual?
- Que haya un espacio de intercambio. Estoy pensando en una frase de Jaim Echeverry que saqué de su último libro publicado el año pasado, “Educación: la tragedia continua”, un título tremendo. En un punto él dice: “ningún sistema educativo es mejor que sus docentes”. Me parece una idea buenísima. Entonces, creo que la Academia podría poner en contacto a las distintas escuelas de educación privada universitaria y a los institutos de formación docente de gestión estatal para intercambiar puntos de vista y dar a conocer los enfoques de sus programas. Hablar con personas que han hecho algo diferente es productivo porque primero defienden lo suyo, pero luego aparece el intercambio rico. Yo creo en eso, yo creo que todos tienen algo para dar y algo para recibir. Si lográramos un clima de este tipo, algo bueno puede salir. Dentro de dos años te cuento si lo conseguí o no.
- ¿Por qué dijiste que le tocaba a una mujer?
- Lo escuché cuando entré en la Comisión Directiva hace cuatro años. Me incorporé con un cargo para nada apto para mí porque era protesorera… imaginate que en la familia docente lo que entra sale: ahí termina la estructura financiera de la casa. Pero, bueno, volviendo a nuestro tema, entré a la Comisión Directiva con un cargo casi simbólico y allí escuché que decían “pongamos una mujer”. De todas formas no pienso trabajar sola. Hay gente que lleva décadas haciendo cosas asombrosas, y otros más jóvenes que a lo mejor estudiaron un máster o un doctorado en el exterior, y a los que se les ocurre que hay que trabajar en la educación para que la Argentina tenga un futuro. Me conmueve pensar que la preparación no esté orientada a conseguir ingresos, sino a “poner el hombro al tema educativo”.
- ¿Cuál sería una buena forma de comenzar a hacer filosofía?
- Podemos empezar, por ejemplo, pensando en qué distintos somos los animales para llegar a concluir que todos nos vestimos de un modo diferente. Recuerdo que en una ocasión con mis hijos estábamos viendo cómo bailaba un ave del paraíso de Nueva Guinea y que yo les pregunté si creían que ese animal podía bailar de otra manera. Pusimos otro video del mismo tema y el baile era igual. “¿Cómo explican esto?”, les dije. Y uno de 12 años respondió: “no es libre”. A mí me emocionó profundamente. En la experimentación, el acercamiento a lo abstracto se hace por lo concreto. Por otra parte, este es el camino que hizo la humanidad: primero resolvió los problemas concretos y, después, propuso explicaciones sobre eso.
- Pero estamos inundados de teorías y nos falta práctica.
- Creo que eso se da a partir de cosas que se puedan manipular y, también, con cierto freno a esta aceleración indebida que estamos viviendo, pero no los chicos, sino los adultos. Es un ritmo frenético: hay que frenar, hay que poder no hacer nada. La palabra “escuela” viene del latín “schola” y esta del griego “scholḗ”, que significa “ocio” y “tiempo libre”. Se trata de un ocio contemplativo que está en las antípodas de una cultura eficientista que no tiene la capacidad de la contemplación.
- ¿Cuál es el objeto de la contemplación?
- Lo fundamental es ver la realidad. Se trata de una aptitud que hay que entrenar porque, en el mundo de las pantallas, la gente no ve y me incluyo. Entonces, necesitamos recuperar la capacidad de estar sin hacer nada, simplemente viendo u observando. Después viene un tema de reflexión acerca de lo que uno ha visto; de lo que uno tiene que hacer respecto de lo que falta o de cómo contribuir a que el mundo sea un lugar más justo. Esto me lo enseñó un hijo cuando él tenía 7 años. Me acuerdo que pasábamos delante de una villa, que ahora está urbanizada, y él me preguntó: “¿qué son estas casas feas?”. Y con voz de circunstancia le contesté: “mirá, son casas de gente pobre”. Él me preguntó: “¿y a ellos les gusta así?”. Mirá la pregunta: iba al centro del problema. ¿Cómo podía ser que yo, su madre, aceptara un lugar feo y que no les gustaba a los que vivían en él? Tuve que decirle que no y él añadió: “¿no se puede hacer algo?”. A esa edad, siete años, un niño empieza a entender y, frente a un problema, necesita que le demos una solución o bien nos recuerda a los adultos que estamos acá para hacer algo, y si hay alguien que sufre o que tiene hambre, nosotros debemos actuar. Lo traigo aquí a (Emmanuel) Levinas, que dice que, frente al rostro del otro, tengo que enfrentar mi responsabilidad y esa es mi tarea. Mi hijo me lo enseñó y ahora lo puedo teorizar con las palabras de un filósofo.
- Muchos de los que inventaron estas pantallas que no nos dejan ver ya no las quieren para sus hijos. ¿Cómo hacemos para resolver esta encrucijada?
- Rápidamente se me ocurre está respuesta. Una pantalla es una herramienta, por lo tanto, una herramienta sirve para solucionar un problema. Yo te estoy viendo, vos vivís lejos, pero, gracias a una pantalla, te oigo, te veo moverte y que te tocás los rulos, y eso te hace mucho más presente y más cercana. Así que gracias, pantalla, porque la acercás a Irene. Pero esa herramienta no puede usarse para tapar el movimiento o para tranquilizar a un niño, como el famoso chupete electrónico. Lo que hace a las pantallas inadecuadas es cierta comodidad: en algún momento serán necesarias, pero no pueden anular el movimiento de los chicos para que los adultos podamos hacer otras cosas. Somos responsables de los chicos, así que hay que interesarlos y ponerlos en movimiento: la pantalla debe servir para que vean algo específico, también para que se relajen, pero no se pueden relajar todo el día y a toda hora, sino que el tiempo de la pantalla debe tener una finalidad precisa.
- ¿Cómo poner límites a algo que se presenta como inagotable?
- Hay algo que está hecho a propósito para que tu permanencia frente a la pantalla se prolongue más allá de lo que vos quisieras y te haga buscar cosas por curiosidad. La curiosidad es una “cura pequeña”. El otro día caí en esa trampa y busqué un video sobre “cómo hacer pan en 10 minutos”. Después resultó que no eran 10 minutos porque lleva levadura, que tarda media hora en elevarse. Pero luego leí otra receta y yo sólo había ido a buscar un dato que nada tenía que ver con lo que terminé encontrando: me había chupado la pantalla con sus sirenas. El mito de la sirena dice que los navegantes pasaban, y ellas cantaban y los atrapaban. ¿Y sabés qué decían las sirenas? Decían “sabemos todas las cosas”. Es exactamente lo mismo que hacen las pantallas. Creo que son las sirenas contemporáneas, que nos vienen diciendo que saben todas las cosas, y a veces nos dicen lo que queremos saber y la mayoría de las otras veces nos hablan de cosas que nada que ver, y nos atrapan y nos llevan hacia donde ellas quieren.
Educar con acento italiano
María Paola Scarinci de Delbosco proviene de Treviso, Italia. Su español revela sus orígenes: además, habla francés, inglés, griego y latín. Doctora en Filosofía por la Universitá degli Studi “La Sapienza” de Roma, se estableció en Buenos Aires junto a su marido y colega, Héctor Delbosco. Desarrolló su carrera académica en la Universidad Católica Argentina en programas de grado y de posgrado, siempre con el interés de allanar el encuentro con la filosofía. Publicó numerosos ensayos, uno de los últimos es “Educar en la posmodernidad: ideas e historias desde el aula”. Tiene mandato para presidir la Academia Nacional de Educación hasta 2024.